Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo por John Shelby Spong.


Este texto está tomado del primer capítulo de su libro 
«Un nuevo cristianismo para un mundo nuevo»,
publicado por Abya Yala, Ecuador, Quito, enero de 2011, 215 pp
Soy cristiano.

Serví a la Iglesia cristiana durante 45 años como diácono, presbítero y obispo. Hoy sigo sirviendo a esa Iglesia de diversas formas, después de mi jubilación oficial. Creo que Dios es real y que vivo profunda y significativamente relacionado a esa Realidad divina.

Proclamo a Jesús mi Señor. Creo que él es el mediador de Dios de una forma poderosa y única en la historia humana y en mi vida.

Creo que mi vida personal sufrió un impacto tremendo y decisivo no sólo por la vida de ese Jesús, sino también por su muerte y, claro está, por la experiencia pascual que los cristianos conocen como la resurrección.

Buena parte de mi vida la he pasado buscando una forma de expresar ese impacto e invitar otras personas a entrar en lo que sólo puedo designar como "la experiencia de Cristo". Creo que en este Cristo descubrí la base del significado de la ética, la oración, la adoración, y hasta de la esperanza de vida más allá del límite de mi mortalidad. Quiero que mis lectores sepan quién escribe estas palabras. No quiero ser culpable en absoluto de ocultar la verdad. Me defino primero y sobre todo como un creyente cristiano.


Sin embargo, no defino a Dios como un ser sobrenatural. No creo en una divinidad que ayude a una nación a vencer una guerra, que intervenga en la cura de una persona amada, que permita a cierto equipo derrotar sus adversarios, ni que altere el tiempo para beneficiar a alguien, sea quien sea. No me parece apropiado fingir que esas cosas son posibles cuando todo lo que sé sobre el orden natural del mundo en el que vivo proclama lo contrario.

Puesto que no considero a Dios como un ser, tampoco puedo interpretar a Jesús como la encarnación de ese Dios sobrenatural, ni puedo asumir con credibilidad que él tenga el poder divino suficiente para hacer cosas tan milagrosas como calmar las olas del mar, expulsar a los demonios, caminar sobre el agua o multiplicar cinco panes para alimentar a cinco mil personas. Si tengo que proclamar la naturaleza divina de ese Jesús, tendrá que ser sobre otras bases[1]. Los milagros naturales -estoy convencido-, dicen mucho sobre el poder que las personas le atribuyeron a Jesús, pero no dicen nada sobre lo que ocurrió realmente.

No creo que este Jesús pudiera, literalmente, resucitar a los muertos, curar parálisis médicamente diagnosticadas, devolver la vista a los ciegos de nacimiento o a quienes hubieran la visión por otra causa. Tampoco creo que él hizo oír a alguien que había sido sordo y mudo de nacimiento. Las historias de curación pueden ser vistas de diversas formas. Considerarlas sobrenaturales o milagrosas es, en mi opinión, la posibilidad menos creíble de todas.

No creo que Jesús vino al mundo nacido milagrosamente de una virgen, ni que ocurran partos virginales, excepto en la mitología. No creo que una estrella, literalmente, guió a los reyes magos a llevar regalos a Jesús, ni que los ángeles cantaron anunciando su nacimiento a los pastores. No creo que Jesús nació en Belén, ni que haya huido a Egipto para escapar de la ira del rey Herodes. Considero todo eso leyendas que posteriormente fueron transformadas en historia, conforme la tradición iba creciendo y se desarrollaba, mientras las personas trataban de entender el significado y el poder de la vida de Cristo[2].

No creo que la experiencia celebrada en la Pascua por los cristianos sea la resurrección física del cuerpo de Jesús, muerto tres días antes, ni creo que alguien haya hablado literalmente con él después del momento de la resurrección, le haya dado comida, haya tocado en su carne resucitada, ni que él haya caminado físicamente con su cuerpo resucitado. Me parece interesante el hecho de que todas las narraciones que hablan de esos encuentros ocurren solamente en los evangelios posteriores. No creo que la resurrección de Jesús haya sido señalada literalmente por un terremoto, un anuncio de los ángeles o una tumba vacía. Todo eso lo considero también como tradiciones legendarias de un sistema religioso en un proceso de maduración[3].

No creo que Jesús, en el final de su viaje terrenal, haya regresado a Dios ascendiendo literalmente a un cielo ubicado en algún lugar sobre las nubes. Mi conocimiento del tamaño del universo reduce ese concepto a un sinsentido.

No creo que Jesús fundó una iglesia, ni que haya establecido jerarquía eclesiástica, iniciada por los doce apóstoles que perdura hasta nuestros días. No creo que haya creado los sacramentos como medios especiales de gracia, ni que esos medios sean o puedan ser controlados por la Iglesia y por lo tanto tengan que ser presididos por el clero. Todas esas cosas representan para mí un intento de los seres humanos de ganar poder para sí mismos y para sus particulares instituciones religiosas.

No creo que los seres humanos nazcan en pecado y que, a menos que sean bautizados o de alguna forma salvados, vayan a ser expulsados para siempre de la presencia de Dios. Considero que el concepto mítico de la caída del ser humano a algún status negativo, no es una visión correcta de nuestro comienzo, ni de origen del mal. Concentrarnos en la caída de la humanidad como un estado de pecado, y sugerir que ese pecado sólo puede ser vencido por una iniciativa divina que restaure la vida humana a un status pre-caída que nunca estuvo, son conceptos muy extraños para mí, que sirven, otra vez, principalmente para construir el poder institucional[4].

No creo que las mujeres sean menos humanas ni menos santas que los hombres, y, por lo tanto, no me puedo imaginar formando parte de una Iglesia que, de alguna forma, discrimine a las mujeres, o sugiera que la mujer no es apta para ejercer cualquier vocación que la Iglesia ofrezca a su pueblo, desde el papado hasta las funciones más humildes de servicio. Considero que la tradicional exclusión de las mujeres de las posiciones de liderazgo en la Iglesia no es una tradición sagrada, sino una manifestación del pecado del patriarcado.

No creo que los homosexuales sean personas anormales, mentalmente enfermas o moralmente depravadas. Además, considero que cualquier texto sagrado que sugiera eso está equivocado y mal informado. Mis estudios me llevaron a la conclusión de que la sexualidad en sí, incluyendo todas las orientaciones sexuales, es moralmente neutra, por lo que puede ser vivida positiva o negativamente. Me parece que el espectro de la experiencia sexual humana es muy amplio. En ese espectro, un determinado porcentaje de la población, en todas las épocas, se ha orientado hacia las personas del mismo sexo. Sencillamente así es la vida. No me puedo imaginar ser parte de una Iglesia que discrimine a los homosexuales o a las lesbianas por lo que son. Ni quiero participar en prácticas eclesiásticas que considero basadas en una ignorancia prejuiciosa[5].

No creo que la pigmentación de la piel ni el origen étnico constituyan un asunto de superioridad o inferioridad, y considero inaceptable cualquier sistema social, incluso cualquier parte de la Iglesia cristiana, que opere con ese presupuesto. Los prejuicios de los seres humanos basados en racismos son para mí, simplemente, manifestaciones de pasados tribales; son prejuicios negativos que los seres humanos desarrollaron en su lucha por la supervivencia[6].

No creo que todas las éticas cristianas fueran inscritas en piedra ni en las páginas de las Escrituras, quedando así establecidas para siempre. Soy consciente de que “el tiempo deteriora lo que antiguamente fue bueno”[7], y que el prejuicio fundado en definiciones culturales negativas ha sido, durante siglos, la base sobre la que los cristianos han oprimido a las personas de color, a las mujeres y a aquellos cuya orientación no ha sido heterosexual[8].

No creo que la Biblia sea la “palabra de Dios” en sentido literal. No la considero como la fuente principal de la revelación divina. No creo que Dios haya dictado su texto ni que haya inspirado integralmente su producción. Veo la Biblia como un libro humano que mezcla la profunda sabiduría de los sabios a través de los siglos con las limitaciones de la percepción humana de la realidad en un determinado momento de la historia humana. Esta combinación ha marcado nuestras convicciones religiosas como testimonios ambivalentes de esclavitud y emancipación, inquisiciones y progresos teológicos, libertad y opresión[9].

Supongo que podría prolongar esta letanía de creencias y no creencias durante muchas páginas, pero estos pocos ejemplos son suficientes para plantear las cuestiones que quiero desarrollar. La pregunta principal que quiero plantear con este libro es la siguiente: ¿puede persona declararse cristiana, con coherencia, y al mismo tiempo desechar, como acabo de hacer, tantas cosas que tradicionalmente han definido el contenido de la fe cristiana? ¿No sería más sensato y más honesto hacer como tantos otros de mi generación: simplemente desligarme de ese “sistema de fe” de nuestros antepasados? ¿Debería renunciar a mi propio bautismo y negar ser discípulo de Jesús, asumir la ciudadanía de la ciudad secular, y volverme miembro de la Asociación de Ex Alumnos de la Iglesia? ¿Qué me impide dar los pasos necesarios para abandonar mis compromisos de fe? ¿Falta de fuerza de voluntad, algún apego irracional y emocional que no logro romper, o será deshonestidad espiritual? Ciertamente esa opción haría mi vida mucho más fácil, menos complicada. Para muchos, tanto de la Iglesia cristiana como de la sociedad seglar, representaría un acto de coherencia. Sin embargo, no sería honesto ni seria verdadero con mis más profundas convicciones. Mi fe nunca ha sido para mí un problema. El problema ha sido siempre la forma literal que los seres humanos han escogido para articular esa fe.

He optado, pues, por el camino más duro, el más complicado, a pesar de que muchas veces eso ha amenazado con romper mi alma. Al seguir ese mi camino me he sometido a una enorme hostilidad religiosa de los seguidores de mi tradición de fe, que se sentían amenazados por ello, y también, me he expuesto al despido sumario de parte mis amigos seglares, que me consideran una reliquia religiosa de la Edad Media. Frente a la hostilidad religiosa por un lado y por el otro al desprecio de mi propia incapacidad para rechazar mi fe tradicional, sigo insistiendo en que soy cristiano. Me apego con firmeza a la verdad afirmada en primer lugar por Pablo de que “Dios estaba en Cristo” (2 Cor 5,19). Busco la experiencia de Dios que creo que está detrás de las explicaciones bíblicas y teológicas que, a través de los siglos, han tratado de interpretar a Jesús. Creo que es posible separar la “experiencia” de la “explicación”, y reconocer que las palabras del pasado se hicieron cada vez menos adecuadas para captar definitivamente la esencia de cualquier experiencia. Por lo tanto invito a la Iglesia a un cambio radical en la manera con la que tradicionalmente ha proclamado su mensaje, en la forma como se ha organizado para ser depositaria de esa reserva de poder espiritual, y en la forma en la que ha pretendido hablar en nombre de Dios a través de la historia humana.

Estoy seguro de que la revaloración del cristianismo que quiero desarrollar tendrá que ser tan completa que provoque que algunas personas teman que el Dios que tradicionalmente adoraron está, de hecho, muriendo. La reforma necesaria ahora, en mi opinión, deberá ser tan absoluta que, en comparación, la Reforma del siglo XVI parecerá un juego de niños. Mirando atrás, aquella Reforma versó sobre cuestiones de autoridad y orden. La nueva reforma será profundamente teológica y necesariamente desafiará todos los aspectos de nuestra historia de fe. Porque creo que el cristianismo no puede seguir siendo el espectáculo religioso irrelevante al que ha sido reducido, quiero involucrar a las mejores mentes del milenio en esta reforma. Espero que nosotros los cristianos no temblaremos frente la audacia de este reto. Hoy nos enfrentamos, como intentaré documentar, a un cambio total en la manera como las personas modernas perciben la realidad. Este cambio proclama que la forma en la que el cristianismo fue formulado tradicionalmente, ya no tiene credibilidad. Por eso, el cristianismo que conocemos da, cada vez más, señales de rigor mortis.

El cristianismo postula un Dios teísta, que hace cosas sobrenaturales, muchas de las cuales son consideradas inmorales para nuestras normas actuales. Este Dios, por ejemplo, es descrito en las Escrituras castigando a los egipcios con una plaga tras otra, una de las cuales incluía el asesinato del primogénito de cada familia egipcia, en una campaña divina para liberar de la esclavitud al pueblo elegido (Ex 7,10). Después ese Dios abrió el Mar Rojo para permitir la huida de los hebreos de su vida de esclavitud, y lo cerró justo a tiempo para ahogar al ejercito de los egipcios (Ex 14). ¿Es esa la obra de un Dios moral? ¿Esos actos no reflejan un Dios que los egipcios jamás podrían adorar? ¿Podría cualquiera de nosotros? ¿Queremos creer en tal deidad?

Es atribuido al Dios teísta de las Escrituras el acto de haber detenido al Sol en su camino (como si el Sol girara en torno de la Tierra) para ofrecer tiempo de luz suficiente para que Josué matara a todos los amorreos en una batalla (Jos 10). ¿Justifica eso la acción divina? Dejando de lado cualquiera especulación sobre lo que le podía haber ocurrido a la fuerza de la gravedad como consecuencia de tamaña intervención mágica en el universo, seguimos preguntándonos si los amorreos podrían adorar a un Dios de este tipo. ¿Podrían creer que el valor de la vida humana es infinito, cuando los prejuicios tribales eran confundidos con la voluntad de Dios de esa manera? ¿Podemos creer en eso hoy?

Ese mismo texto bíblico de Josué permitió a la jerarquía de la Iglesia Católica Romana forzar a Galileo, el científico del siglo XVII, a negar bajo pena de muerte, su afirmación “no bíblica” de que la Tierra no era el centro del universo, sino que de hecho, giraba alrededor del Sol. Aunque las conclusiones de Galileo hicieron posible la exploración moderna del espacio iniciada en 1950, no fue hasta 1991 que la Iglesia cristiana, representada por el Vaticano, finalmente admitió públicamente que él estaba en lo correcto, y que la Iglesia se equivocó al condenarlo. A esas alturas, ni a Galileo ni a la comunidad científica del mundo le importó lo que la voz oficial de la Iglesia declaró sobre su trabajo. Como observó Paul Davies, renombrado físico vencedor del Premio Templeton, de todos modos el Dios trivial que él había conocido en la Iglesia ya no era suficientemente grande para ser el Dios de su mundo[10]. ¿Alguien tiene dudas sobre qué lado de este conflicto tendrá la razón con el paso del tiempo?

El cristianismo, utilizando el concepto judío del día del perdón, Yom Kippur, ha interpretado tradicionalmente la muerte de Jesús como un sacrificio ofrecido a Dios en pago por nuestros pecados. Se ha deleitado en referirse a Jesús como el “Cordero de Dios”, cuya sangre lava los pecados del mundo. Este Dios, que necesita un sangriento sacrificio humano, ¿será aún merecedor de adoración hoy, cuando terminemos de tomar conciencia de esta idea ofensiva?

Utilizando otra parte de la tradición judía, esta vez la fiesta llamada Pesaj (Pascua), los cristianos desarrollaron el contexto de la eucaristía, su principal acto litúrgico. En la Pascua original de los judíos, otro cordero había sido sacrificado, y el poder mágico de su sangre fue colocado sobre el umbral de las casas judías en Egipto, para evitar que el ángel de la muerte se confundiera y matara a los judíos en lugar de los egipcios (que sí eran considerados merecedores de tal destrucción). Entonces los judíos asaron y comieron el cordero sacrificado antes del éxodo de Egipto. Desde entonces las familias judías se reúnen cada año alrededor de la mesa para celebrar aquella antigua liberación, festejando con el cuerpo y la sangre del cordero sacrificado. Es un extraño ritual, cuando observamos sus elementos fuera del contexto litúrgico; sin embargo ha modelado la eucaristía cristiana a través de los siglos. Hoy, esos conceptos, que todavía se encuentran en el culto cristiano, provocan imágenes repugnantes para la conciencia moderna.

Sospecho que este desarrollo litúrgico comenzó cuando uno de los primeros predicadores cristianos escogió como base para un sermón aquella exclamación de Pablo: “Cristo, nuestro cordero pascal, ha sido sacrificado” (1 Cor 5,7). Ese hipotético predicador relacionó entonces en la homilía la Pascua judía con la historia de Jesús, para establecer una correlación cristiana con esa práctica judía. En esa explicación, la cruz en que Jesús fue clavado, se volvió el portal del mundo. La sangre de Jesús, derramada en la cruz, fue vista como la ruptura del poder de la muerte, en favor de todos los pueblos. De esta forma, el significado de la muerte de Jesús se interpretó de modo semejante a la muerte del cordero pascual que había protegido al pueblo judío del enemigo final, en un momento pasado de crisis nacional. Sólo faltaba un corto paso para que los cristianos crearan un acto sacramental, como hicieron los judíos, que recordara esa muerte y la recreara en el presente, permitiendo simbólicamente que las personas reunidas comieran y bebieran la sangre del nuevo cordero de Dios. También era inevitable que, con el tiempo, esos símbolos fueran entendidos literalmente.

Pero esos símbolos, entendidos literalmente o no, ¿todavía pueden ser traducidos para esta generación? ¿Todavía pueden tener un significado en el mundo posmoderno? La magia de acabar con el poder de la muerte poniendo sangre en el dintel de la puerta o en la cruz es extrañamente primitiva. El ritual antropófago de comer la carne del Dios muerto está lleno de antiguos matices psicológicos que alteran la sensibilidad moderna. La práctica litúrgica de representar el sacrificio de la cruz y creer que nuestra participación en esa representación es necesaria para la salvación, no es un modelo moderno convincente. De la misma manera, la idea eclesiástica de que sólo las personas ordenadas pueden presidir estos actos es ridícula para los oídos modernos. ¿Verdaderamente esperamos que estas ideas ganen la confianza de las mentes modernas? Pero, si removemos todo esto del culto cristiano, ¿qué nos queda?

Creo que los cristianos necesitamos enfrentar abiertamente todas esas cuestiones y dificultades mencionadas, para luego trascenderlas con nuevas imágenes. Para los cristianos que han identificado a Dios con estas antiguas interpretaciones de la divinidad, la transición no va a ser fácil. Pero, claramente, ha llegado el momento de que todos vayamos más allá de la deconstrucción de estos símbolos inadecuados y rechazables, que históricamente han sido tan significativos en la vida de la iglesia cristiana, y dediquemos nuestra atención a la tarea de delinear la visión de lo que la iglesia puede y debe ser en el futuro.

La tarea apologética principal que enfrenta la iglesia actualmente es separar lo esencial de lo irrelevante, la experiencia de Dios atemporal, de las explicaciones temporales del Dios del pasado. Deconstruir es definitivamente un camino más fácil cuando intentamos describir porqué una forma de entender un sistema religioso pasado es inadecuada. Pero es mucho más difícil dibujar la nueva visión, algo que la gente no ha probado nunca. Sin embargo, los reformadores no se pueden apoyar en los molinos de viento de la antigüedad. Tienen que elaborar nuevas visiones, proponer nuevos modelos y planear nuevas soluciones. Ésa es la tarea que me propongo realizar.

No creo que ese esfuerzo atraiga especialmente el interés, ni la respuesta, del público eclesiástico. Sin embargo, eso no me preocupa, porque las personas con quienes quiero comunicarme constituyen un grupo muy específico y a ellas dirigiré mi mensaje de la manera más directa posible.

No estoy interesado, por ejemplo, en confrontar ni desafiar los elementos conservadores y fundamentalistas del cristianismo actualmente dominantes. Creo que ellos morirán por su propia irrelevancia, sin mi ayuda. Han atado su comprensión del cristianismo a actitudes del pasado que están echando a perder el vino. La mejor indicación de eso es observar la utilización del término cristiano en los días de hoy. Piensa qué imagen viene a tu mente cuando un negocio se denomina “librería cristiana”, u oyes a un comentarista político que se refiere al “voto cristiano” en una elección.

Las “librerías cristianas” son principalmente conocidas por su postura anti-intelectual, por el apoyo a la ciencia de la “creación” opuesta a la evolución, porque sus libros sobre educación infantil defienden métodos tiránicos que, en mi opinión, rayan en el abuso infantil; por los intentos de mantener los modelos de patriarcado que están desapareciendo, y por su negatividad hacia la homosexualidad.

La Derecha Cristiana sostiene políticamente causas similares, con su oposición al aborto y la condena de la homosexualidad, que son sus detonantes emocionales. Los seguidores de ese movimiento político han envuelto estos dos temas en una cruzada moralista que desfila bajo palabras como “valores familiares” y “restaurar la integridad del gobierno y de la vida civil de América”. Sin embargo esa cruzada maneja símbolos, y no sustancia.

Tanto el aborto como la aceptación de la homosexualidad son el producto de una revolución del pensamiento sexual que no fue alimentada por una inmoralidad descontrolada, como sostienen los que proponen los valores desfasados, sino por los grandes descubrimientos en el desarrollo del conocimiento y en el cambio de vida.

Los que se oponen al aborto, por lo que describen como fundamentos morales, lo consideran un símbolo de la eliminación del castigo en la sexualidad. Cuando se introdujeron los métodos seguros y efectivos de control de la natalidad, en forma de píldoras, a mediados del siglo XX, y la planificación familiar se volvió una posibilidad real, esos cambios también provocaron resistencia de parte de los mismos sectores de la sociedad, y sobre la misma base. Actualmente el control de la natalidad y la planificación familiar son practicados universalmente, por lo que ningún candidato político se arriesgaría a oponerse a ello. El aborto, en cambio, todavía tiene encanto político, especialmente cuando se lo enmarca con lemas moralistas como “el derecho a la vida”, o es descrito gráficamente como un “aborto de nacimiento parcial”.

Probablemente haya un consenso político actualmente en torno a la idea de que el aborto debe ser “seguro, legal y excepcional”, y, de hecho, así será cuando la sociedad acepte el hecho de que las reglas sexuales cambiaron, porque la vida misma ha cambiado.

Hace cuatrocientos años la pubertad comenzaba varios años mas tarde que hoy en día. Se ha ido disminuyendo como medio año por siglo, como resultado de una alimentación más sana y un mejor cuidado médico. Sin embargo, como ahora creemos que las mujeres deben frecuentar las universidades, son capaces de realizar trabajos graduados y seguir carreras anteriormente reservadas a los hombres, como derecho, medicina, economía y hasta carreras eclesiásticas, el matrimonio se pospuso hasta después de los 25 años de edad. El periodo que quedó entre la pubertad y el matrimonio generó una revolución inevitable en la ética sexual. El problema del aborto es el último vestigio de esa revolución, y la fácil adquisición de la píldora del día siguiente, que ya se usa en la mayor parte de Europa, efectivamente terminará esta batalla.

La homosexualidad es otro tema candente para la “derecha cristiana”, y, una vez más, los seguidores de ese movimiento mantienen sus prejuicios porque están significativamente mal informados. Definen la homosexualidad como una opción tomada por personas que son enfermas mentales, o moralmente depravadas. Si son enfermos mentales, esas víctimas deberían buscar curación, dicen los cristianos conservadores. Si son moralmente depravadas, deben buscar la conversión y parar sus actos pecaminosos. Esa mentalidad se enfrenta a una gran cantidad de evidencias médicas, científicas y psicológicas que indican que la homosexualidad es comparable más bien con características como ser diestro o sordo. Forma parte del propio ser de una minoría de la familia humana, y por lo tanto es algo que surge en la persona, no algo que se elige. Esas organizaciones, que en general son identificadas con el fundamentalismo cristiano o la propaganda evangélica que anuncia que son capaces de “curar” la homosexualidad, son, en mi opinión, no solo ignorantes, sino verdaderamente fraudulentas.

Así que seré claro. No me dirijo a esos conservadores ni a los devotos que considero que viven fuera de la realidad. No pretendo convertirlos, discutir con ellos, ni tampoco afrontarlos, a menos que amenacen con convertirse en una mayoría que intente imponer su postura al resto del mundo. Creo que la divulgación del conocimiento logrará eventualmente que esas actitudes irrelevantes desaparezcan del debate del cristianismo futuro.

Al mismo tiempo, no espero que estos esfuerzos de reforma o el planteamiento de una nueva visión del cristianismo, sean recibidos con nada más que un bostezo indiferente de parte de los miembros de nuestra sociedad que ya decidieron que cualquier religión es una superstición empleada por los débiles. Esas personas que optaron por la vida en la ciudad secular, en lugar de mantenerse ligadas a las instituciones religiosas, no tendrán interés por mi propuesta, que considerarán como un intento de hacerle cirugía plástica a un difunto...

Esa actitud secularista la ilustré bellamente en un debate en el que participé recientemente en un programa de TV en Londres. Uno de los compañeros invitados, periodista iconoclasta, se identificó como ateo y se quedó bastante perturbado cuando me rehusé a repetir como un papagayo las posturas religiosos tradicionales que él estaba acostumbrado a ridiculizar. ¡Fue la primera vez que fui atacado por un ateo por no creer correctamente! El crítico tenía una larga experiencia de cómo lidiar con el punto de vista religioso tradicional, y había hecho paz con él abandonándolo por completo. Pero no sabía qué hacer con alguien que rechazaba los mismos aspectos de la religión que él mismo no aceptaba. Así que se quedó divertidamente irritado.

Si mis ideas van a llamar la atención del mundo secular, será por los ataques públicos de los conservadores. Sin embargo, aunque esos ataques se vuelvan noticia, la ciudad secular probablemente no optará por adherirse a mi punto de vista. Pero será la única oportunidad que yo tenga de llamar la atención de los ciudadanos. Con toda seguridad los ataques conservadores serán vistos por los pensadores seculares como otra pelea religiosa de la cual se sienten felizmente liberados y en la cual no tienen ningún interés real.

Aun en las principales tradiciones religiosas, no será fácil para mí encontrar un auditorio o establecer apoyo significativo. Las iglesias principales se dedican mucho más a conservar el poder institucional que a enfrentar las cuestiones de “vida o muerte”. El miedo que sienten los miembros de estas iglesias los llevará a comentarios del tipo: “¡Esta vez ha ido demasiado lejos!”[11].

En una ocasión oí a un ex-maestro de teología de la Universidad de Oxford, reconocido entonces como uno de los académicos anglicanos más distinguidos, mientras hablaba públicamente sobre la resurrección de Jesús. Fue una notable presentación que no ofendía a nadie, pero tampoco decía nada nuevo. Sospecho que para la mayoría de sus oyentes (y lectores) quedará como una ocasión eminentemente irrelevante. Ningún crecimiento, nada interesante, ninguna buena noticia. Sin embargo, de alguna forma, ese teólogo logró en esa oportunidad alcanzar su objetivo de difundir preguntas manteniendo un aura de sabiduría, sin aportar ninguna conclusión perturbadora ni afrontar un solo problema.

A veces la ausencia de ofensa no es deliberada, sino una coincidencia. Karl Rahner, un académico muy creativo, escribió unos textos profundamente obtusos y densos, y por eso raramente leídos por las personas que se sientan en los bancos de su iglesia católica. Murió muy respetado y honrado por la alta jerarquía del Vaticano. Pero su discípulo, Hans Küng, profesor católico de teología en la Universidad de Tübingen, tenía un gran don de comunicación y se volvió el teólogo católico más leído del siglo XX. Cuando Küng escribe, la gente entiende cuáles son los temas que aborda, y responde tanto con amenazas, como con libertad. Pero, a los ojos de sus superiores eclesiásticos, Küng ha cometido un pecado imperdonable: ha permitido que las preguntas broten en el corazón de los fieles, en los cuales, según la iglesia, sólo deben residir respuestas apropiadas, y no preguntas, y, por lo tanto, ha “causado mucha inquietud en el pueblo”. Por su “pecado”, fue removido de su posición de teólogo “católico”, y sigue siendo, hasta el día de hoy, poco apreciado en su propia tradición religiosa, un mártir de la necesidad neurótica de esa Iglesia de controlar la verdad, una necesidad que, en la era actual de la información, es tan imposible como quedarse frente al mar con la esperanza de frenar una marea.

La historia me demuestra que las reformas normalmente surgen de la gente. Los reformadores plantean una visión, pero si no prende en la gente, rápidamente se apaga. La experiencia me enseña a no esperar que la reforma provenga de las principales iglesias o desde sus defensores académicos, sino hasta que alguien que esté en contacto con la gente de la calle plantee las cuestiones de manera tan convincente que los líderes principales la iglesia y sus académicos se vean forzados a responder y a unirse al esfuerzo.

El auditorio al que me quiero dirigir es más pequeño, más distinguido y más específico. Hablo para aquellas personas comunes que son legión. Son personas que tienen sed espiritual, pero saben que ya no pueden beber de las fuentes tradicionales del pasado. En esencia, este grupo será una pequeña minoría de la población, pero se verá aumentado por un grupo mucho más grande de compañeros de viaje que, si tienen la oportunidad de oír, van a responder. Estas personas aplaudirán, reflejando su agradecimiento profundo y verdadero. Algunas dirán: “Finalmente alguien me permitió -como si ese tipo de permiso fuera necesario- ver las cosas desde una perspectiva nueva, más allá de las formulas tradicionales que han doblegado mis anhelos religiosos”. Este grupo va a vibrar con la idea de que sus dudas y preguntas sobre Dios y la religión no las definen como locas, ni como malas. Sus dudas y cuestionamientos sólo significan que respiran el aire del siglo XXI. Van a regocijarse por encontrar finalmente una forma de conectar su cabeza con el corazón.

Este grupo ha constituido mi principal auditorio durante toda mi carrera. Todavía poseen una profunda conciencia de Dios, que no encaja en los moldes que las instituciones religiosas dicen que es la única forma de pensar en Dios. Si la nueva reforma del cristianismo tiene éxito, empezará y echará raíces en este grupo, un grupo que generalmente no es visto ni oído por los líderes religiosos de nuestro mundo.

En la medida en que los distintos públicos reaccionen e interactúen con mis sugerencias y propuestas, valdrá la pena tener presente la pregunta que quiero abordar en este libro, presentada al principio de este texto: el cristianismo radicalmente reformado al que convoco, ¿estará suficientemente conectado e identificado con el cristianismo pasado para que pueda ser reconocido no sólo como su heredero, sino como parte de la misma tradición de fe? Si la respuesta es no, como afirmarán muchos de mis críticos, entonces sus acusaciones, de que quiero crear una nueva religión, tendrán fundamento. Sin embargo sospecho que la respuesta a esa acusación puede quedar en duda durante muchos años, tal vez por una o dos generaciones. Estoy profundamente consciente de que estoy caminando sobre el filo de la navaja, tanto la de la fe como la de la práctica, pues una solución para la enfermedad del cristianismo puede ser a la vez una curación fatal. Mi esperanza más profunda es que la Iglesia, en sus innumerables formas institucionales, no se precipite en juzgar, sino que permita que el tiempo determine si soy amigo o enemigo, profético en mi visión, o engañado por la arrogancia.

Permítanme, sin embargo, afirmar, para empezar, tanto mi deseo consciente como mi convicción. Busco reformar y repensar algo que amo. No tengo ninguna intención de intentar crear una nueva religión. Soy cristiano e iré a mi tumba como miembro de esa familia de fe. Considero que cualquier esfuerzo para construir una nueva religión está condenado al fracaso, inevitablemente, desde el inicio. Ninguna religión, incluido el cristianismo, nació como algo nuevo. Los sistemas religiosos siempre representan un proceso en evolución. El cristianismo, por ejemplo, evolucionó del judaísmo, que de hecho se formó en parte por las religiones de Egipto, Canaán, Babilonia y Persia. El recorrido cristiano por el dominio del mundo occidental fue marcado por la incorporación de elementos de los dioses del Olimpo, del mitraísmo y de los cultos mistéricos del Mediterráneo.

Mientras el cristianismo se mueve actualmente en el mundo moderno, empieza a reflejar ideas recogidas de otras grandes religiones humanas. La evolución es el modo del caminar de las religiones a través de la historia. Lo que me propongo hacer es simplemente delinear la evolución futura de esta tradición de fe. Dejo a los futuros críticos y creyentes juzgar si el cristianismo que sobreviva en este siglo XXI todavía seguirá estando conectado con el cristianismo que surgió en Judea en el primer siglo y después pasó a conquistar el Imperio Romano en el siglo IV, dominó la civilización occidental en el siglo XIII, soportó la Reforma del siglo XVI, siguió la bandera de la expansión colonial europea del siglo XIX y se encogió drásticamente en el siglo XX.

Permaneceré firme en mi convicción de que la palabra Dios representa y significa algo real. De alguna manera continuaré afirmando que la figura de Cristo fue y es la manifestación de la realidad que yo llamo Dios, y que la vida de Jesús abrió para todos nosotros un camino para entrar en esa realidad. Es decir, seguiré sosteniendo que Jesús representó un momento definitivo en el recorrido humano hacia el significado de Dios. Plantearé mi visión sobre cómo creo que ese poder logra trascender el tiempo, y permite que las personas de hoy sean tocadas por él, e incluso entren en él, y necesiten comunidades de adoración y liturgias vivas.

Finalmente, para realizar esa tarea, me veré obligado a arrancar de ese cristianismo del futuro cualquier intento de leer literalmente los mitos y las leyendas del pasado. Intentaré liberar al cristianismo de sus prerrogativas de exclusividad y de su necesidad de poder, que distorsionaron totalmente su mensaje. Trataré de ir detrás del sistema religioso institucional desarrollado que marcó tanto el cristianismo, y de explorar el poder que ese sistema se esforzó por explicar y organizar. Aunque estoy ansioso por escapar de esos límites, no deseo huir de la experiencia que obligó a las personas a través del tiempo hasta el día de hoy, a decir: “¡Jesús es el Señor!”

Esas son mis metas. ¿Pueden ser alcanzadas? ¿O son la fantasía de alguien que está viendo las cenizas de una tradición religiosa e incluso de un largo trabajo de vida, pero es incapaz de admitir que no pueden ser reavivadas? Dejaré que mis lectores decidan. En cuanto a mí, creo que ésta es la única manera de continuar fiel a las promesas bautismales que hice hace tantos años: “Seguir a Cristo como mi Señor y Salvador, buscar a Cristo en todas las personas, y respetar la dignidad de todo ser humano”[12].


[1] He tratado estas cuestiones con más detalle en el libro Why Christianity Must Change or Die: a Bishop Speaks to Believers in Exile.
[2] He tratado estos temas anteriormente en el libro Born of a Woman: a Bishop Rethinks the Virgin Birth and the Treatment of Women by a Male-Dominated Church.
[3] He tratado estos temas anteriormente en el libro Resurrection: Myth or Reality? A Bishop Rethinks the Meaning of Easter.
[4] Para más detalles sobre estas ideas, véase mi libro Why Christianity Must Change or Die: a Bishop Speaks to Believers in Exile, cap. 6.
[5] He abordado estos temas en un libro anterior llamado Living in Sin? A Bishop Rethinks Human Sexuality.
[6] He discurrido sobre esa convicción de vida en el libro Here L Stand: My Sruggle for a Christianity of Integrity, Love, and Equality.
[7] Esta frase es de un poema de James Russell Lowell, en [el himno "Once to Every Man and Nation Comes the Moment to Decide", himno número 519 del himnario Episcopaliano de 1940.
[8] Richard Holloway, primado de la Iglesia Episcopal en Escocia, abordó esos temas en el libro Godless Morality, que fue totalmente malentendido por sus difamadores eclesiásticos, liderados por el arzobispo de la Cantuaria.
[9] He desarrollado mucho más intensamente ese asunto en el libro Rescuing the Bible from Fundamentalism: a Bishop Rethinks the Meaning of Scripture.
[10] Davies es el autor de Dios y la nueva física y de La mente de Dios. Esos comentarios, sin embargo, fueron hechos para mí personalmente, en una conferencia en 1984, en la Universidad de Georgetown.
[11] Palabras atribuidas a Pheme Perkins, católica maestra de la cátedra de estudios de las Escrituras en la Facultad de Boston, al ser indagada sobre una de las controversias engendradas por uno de mis libros, que ella todavía no había leído.
[12] Tomado de las promesas bautismales del Libro de Oración Común Episcopaliano de 1979.

Este texto está tomado del primer capítulo de su libro
«
Un nuevo cristianismo para un mundo nuevo»,
publicado por Abya Yala, Ecuador, Quito, enero de 2011, 215 pp

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