La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas por Jon Sobrino


Jon Sobrino, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas (Trotta, Madrid 1999) 508pp.

INTRODUCCIÓN

Este libro es la continuación de Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús[1], que publicamos en 1991. Entonces escribí una larga introducción sobre el por qué y el para qué de un nuevo libro sobre Jesucristo, habiendo ya tantos. Ahora, al presentar La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, quisiera compartir también con el lector las preguntas que me han surgido al escribirlo, tenien­do en cuenta que en los siete años que van de aquel libro a éste ha habido muchos cambios en la temática y, sobre todo, en la sensibi­lidad teológica. Se hacen notar los cambios de paradigma, y a ve­ces se pregunta uno si queda algo importante que no ha cambiado porque hay en ello algo de meta paradigmático. Voy a compartir las preguntas que me han surgido en forma de breves reflexiones sobre el título del libro, pero antes resumamos su contenido.
El libro tiene tres partes. La primera versa sobre la resurrección de Jesús, la segunda sobre la cristología del Nuevo Testamento a partir de los títulos, y la tercera sobre las fórmulas de los primeros concilios. En ellas analizamos lo que dicen los textos bíblicos y con­ciliares sobre la realidad de Jesucristo, y lo hacemos desde perspec­tivas específicas y con una finalidad determinada. Así, analizamos la resurrección de Jesús desde la esperanza de las víctimas —con la correlativa revelación de Dios como Dios de las víctimas— y desde la posibilidad de vivir ya como resucitados en las condiciones de la existencia histórica. Analizamos los títulos cristológicos desde el trastrueque que hace Dios —y que se manifiesta en Jesucristo— de lo que es mediación, mesianismo, señorío, filiación, para concluir que la verdad de Dios en Jesús es ante todo buena noticia. Analiza­mos, finalmente, las fórmulas conciliares desde su dimensión for­mal: cómo presentan la totalidad de la realidad y su unidad diferen­ciada (el holismo, pudiéramos decir, tal como se entendía en la época), cómo relacionan a Dios y lo humano, a Dios y el sufrimien­to. Analizamos, pues, la divinidad desde el trastrueque que hace Je­sús. Y analizamos las fórmulas también como fórmulas doxológicas, que exigen un proceso del conocimiento, a lo que añadiremos un camino histórico. Ese camino es el seguimiento de Jesús, de tal manera que éste alcanza una dimensión epistemológica.

Ahí termina el libro. No analizamos la historia de la cristología, las de la Edad Media, las que surgieron alrededor de la Reforma, sobre todo la de Lutero. Tampoco analizamos las cristologías siste­máticas actuales, aunque varias de ellas —sobre todo las que pode­mos llamar «clásicas» (surgidas en las teologías progresistas, políti­cas y de la liberación)— están incorporadas, de una u otra forma, en nuestro discurso teológico; ni analizamos los nuevos ensayos cristológicos que hoy se llevan a cabo a partir de las culturas indígenas y afroamericanas, del género, la ecología y el diálogo interreligioso. Estos ensayos nos parecen, en su conjunto, necesarios y positivos, y desde la teología de la liberación lo son porque introducen en la cristología las variadas formas de alteridad, no sólo la que genera la opresión. A todo ello, sin embargo, sólo haremos breves alusiones.
Como se puede apreciar por lo dicho, este libro no está pensado como libro de texto o como un manual que exponga y analice orde­nadamente el cúmulo de conocimientos cristológicos que la Iglesia ha ido declarando a lo largo de su historia. Es más bien un ensayo, en el que intentamos exponer y analizar los que nos parecen ser puntos fundamentales de la cristología, permanentes y recurrentes. Sí intentamos escribir desde la realidad de la fe, desencadenada por el acontecimiento de Jesucristo, y desde la realidad de las víctimas en el presente. Digamos una palabra sobre ambas cosas.

1. LA FE EN JESUCRISTO

En este libro seguimos hablando sobre Jesucristo, pero de una ma­nera diferente a como lo hacíamos en el anterior. La vida de Jesús, en efecto, está escrita desde la fe, pero, con todo, Jesús de Nazaret es un dato objetivo exterior a nosotros, dato que en principio puede ser analizado y teologizado en sí mismo. La resurrección, sin embar­go, no es una realidad histórica como la de Jesús, sino que es una realidad distinta, histórico-escatológica, de modo que los textos sobre ella expresan ante todo la experiencia y la fe reales de los testigos. Y las cristologías neotestamentarias y conciliares son ya claras reflexiones de fe, afirman quién es Jesucristo una vez que ya existe fe en él. En otras palabras, los textos sobre Jesucristo son de dos tipos: unos, que presentan la historia de Jesús (aunque sea leída des­de la fe), y otros, que presentan la historia de la fe de unos seres humanos (aunque tiene un referente, Jesucristo, que la origina). Y aquí está la discontinuidad fundamental entre los dos libros.

Esa fe es fe en Jesucristo, obviamente, y los textos expresan, verbalizan y teorizan quién es ese Jesús que ahora es creído como Hijo de Dios. Sin embargo, en el Nuevo Testamento y a lo largo de la historia la fe en Jesucristo no significa sólo tomar postura ante su realidad (divina y humana), sino que expresa, de manera novedosa, lo que es esencial a toda fe religiosa: tomar postura ante la totalidad de la realidad. Expresa, en concreto, cómo los seres humanos depo­sitan confianza en una realidad absoluta que otorga sentido a la exis­tencia, y a la vez están abiertos y disponibles ante el misterio inmani­pulable de la realidad; cómo escuchan promesas y buenas noticias, y a la vez se encarnan en desencantos y crueldades, cargando con la realidad. En definitiva, expresan cómo viven en la historia a la in­temperie y, a la vez, arropados por un misterio inefable...

Los textos que hablan de Jesucristo nos introducen en su reali­dad, pero esa su realidad nos pone en relación con una constelación de realidades. De ahí que la fe en Jesucristo no consiste sólo en tomar postura ante su realidad (si es divino o no, si es humano o no), sino en tomar postura (a partir de él) ante la realidad en su totalidad. Veámoslo en un ejemplo.

Hay textos que hablan de Jesucristo como Señor, la fe así lo acepta y la teología (en este caso la paulina) explica en qué consiste ese señorío. Pero además, al aceptar que Cristo es Señor, el creyente está tomando postura ante una constelación de realidades, más allá de la realidad de Cristo. Acepta, por ejemplo, que es posible vivir con libertad y con esperanza en la historia, pues las dominaciones y potestades ya han sido vencidas en principio, pero con la humildad de que Dios no es todavía todo en todo y con la honradez de mante­ner la pregunta de la teodicea: cómo compaginar señorío de Cristo y miseria en este mundo. Acepta que en la liturgia hay que recono­cer a Cristo como Señor, pero añade que hay que reproducir en la historia su praxis servicial, abajada, crucificada. 

Acepta que perso­nas y comunidades pueden configurarse según la realidad del Hijo, pero sin que eso les desvíe del humilde seguimiento de Jesús. Acepta que de la cabeza le viene al cuerpo la vida, pero también que Cristo-cabeza ha dejado, en un sentido, en nuestras manos su incorporación en la historia, y así su señorío. Así pudiéramos seguir, pero lo que nos parece importante es recalcar que los textos cristológicos no sólo hablan de quién es Cristo, sino que, cuando se toma postura ante él, remiten a una constelación de realidades ante las que hay que tomar postura. La fe en Jesucristo es más que fe en él.

Los textos cristológicos neotestamentarios y conciliares expre­san, pues, también la fe totalizante de unos seres humanos. Ésta es la razón de nuestro modo de proceder al analizarlos, poniéndolos en relación con realidades, de entonces y de ahora, realidades de las que está hecha la vida y la fe de los seres humanos. De ahí que nos preguntemos, por ejemplo, por la posibilidad de experiencias actua­les reales, análogas a las de las apariciones, por la posibilidad de vivir como resucitados en la historia, es decir, por la posibilidad del reverbero histórico de lo que de triunfo hay en la resurrección de Jesús; por la posibilidad de una lectura «calcedoniana» de la estruc­tura de la realidad. El lector juzgará de la fortuna de estas reflexio­nes, pero lo importante es remitir los textos sobre Jesucristo (y so­bre Dios) a algo real. Es cierto que fides ex auditu, y por ello hay un momento en la fe de pura acogida y aceptación, sin poder controlar su contenido. Pero también es cierto que la fe realizada es cosa real y se comprende cotejándola no sólo con textos sino con realidades.

Por eso este libro no es estrictamente un libro de cristología: análisis conceptual de la realidad de Jesucristo, aunque en él se ana­licen textos en que esa realidad nos viene expresada. Si se quiere, presentamos a Jesucristo como una parábola abierta, y depende de nosotros aceptar o no su significado. Y como todos los seres huma­nos —no sólo los cristianos— se confrontan y tienen que tomar postura ante las realidades que hemos mencionado, quizás plantea­mientos como los de este libro pudieran ser útiles para otros, no sólo para creyentes. El imaginario cristiano formula problemas últi­mos y les da una respuesta específica, que no tiene por qué ser acep­tada por todos, por supuesto. 

Pero pensamos que puede ayudar a formular los problemas que son de todos: qué esperar, qué hacer con la cruz, qué celebrar...

2. LA PERSPECTIVA DE LAS VÍCTIMAS

La segunda reflexión es sobre el desde dónde de este libro. Es cierto que existe una cierta universalidad en el sujeto creyente y en el obje­to, Jesucristo, pero de ello no se deduce que la reflexión pueda co­menzar desde lo universal. Todo pensamiento está ubicado en algún lugar y surge de algún interés; tiene una perspectiva, un desde dónde y un hacia dónde, un para qué y un para quién. Pues bien, el desde dónde de este libro es una perspectiva parcial, concreta e inte­resada: las víctimas de este mundo. Todo ello viene exigido por la revelación de Dios y también por la realidad del mundo actual, aun­que esto se decide siempre dentro de un círculo hermenéutico. El argumento en favor de esta perspectiva es, pues, en último término, indefenso, pero en nuestro mundo es razonable y necesario. Por ello, aunque nos alarguemos un poco y no suela ser habitual en un libro de cristología, a modo de recordatorio queremos comenzar con un breve excurso sobre las víctimas.

2.1. Víctimas, pobreza, indiferencia e hipocresía

Recordemos —aunque debiera ser innecesario— la actual situación de nuestro mundo como mundo de víctimas, su ocultamiento y la cultura de indiferencia ante él. Y si en el subtítulo usamos la palabra víctima (o, a veces, la expresión todavía más fuerte de pueblos cruci­ficados) es para que, al menos en el lenguaje, recobremos la interpe­lación que antes expresaba el término pobre. Veamos cómo está hoy este mundo de pobreza.
Pobreza, en primer lugar, es la realidad en que vive una grandí­sima parte de seres humanos encorvados bajo el peso de la vida: sobrevivir es su máxima dificultad y la muerte lenta su destino más cercano. Pobreza es, entonces, dificultad grave de subsistir como especie humana, y en esa situación están alrededor de 3.000 millo­nes de seres humanos, como dice el informe del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) de 1996 —y en varios luga­res va a más—. 89 países están hoy peor que hace diez años, y al­gunos de ellos peor que hace treinta. Es ya un lugar común hablar de los seres humanos que no cuentan para el aparato productivo. Ha aparecido la subespecie de los no-existentes, los sobrantes, los excluidos.

En segundo lugar, la desigualdad dentro de la especie prohibe usar el lenguaje metafórico, pero esencial en la fe cristiana, de fami­lia. En el mismo informe se dice que el abismo entre pueblos ricos y pobres va en aumento. El patrimonio de las 358 personas cuyos activos tienen un valor superior a 1.000 millones de dólares supera hoy el ingreso anual del 45 por ciento de la población mundial. Por lo que toca al futuro, y si todo marchase bien, países como Costa de Marfil pueden tardar 65 años en llegar a los niveles de índice de desarrollo humano de los países industrializados, pero otros, como Mozambique y Níger, tardarán más de dos siglos. Todo esto indica que la familia humana ha fracasado. Epulón y Lázaro se distancian todavía más, de modo que James Gustave Speth, funcionario de Naciones Unidas, dice que estamos pasando de «lo injusto a lo inhu­mano». Y esta opresión interna a la especie humana acaece y es cap­tada cada vez con mayor crudeza a otros niveles de la realidad hu­mana: las razas, culturas, religiones, el género... La familia, no sólo la especie humana, está en quiebra.

En tercer lugar las raíces fundamentales de esta pobreza son his­tóricas: la injusticia estructural. «Pobres» son los empobrecidos, «in­dígenas» son los privados de identidad cultural... Lo mencionamos porque ahora se silencia y porque las soluciones que se proponen están basadas sobre la misma injusticia estructural. De tener éxito esas soluciones sólo podrían mejorar la vida de una parte del plane­ta (el 40 o el 50 por ciento), con lo cual alguna instancia tendrá que tomar la cruel decisión de determinar qué pueblos vivirán y cuáles no. La solución ofrecida es una mala solución, lo cual para Ignacio Ellacuría era «peor que tener sólo problemas». La solución ofrecida es imposible, porque no es universalizable, y es inhumana, porque, como dice Pérez Esquivel, «el capitalismo nació sin corazón».

Todo esto era realidad en 1968 —por citar la fecha simbólica de Medellín— y sigue siendo realidad en 1999, aun con expresiones distintas, pero la verdad sobre la pobreza se maquilla hasta anularla. El informe del PNUD de 1997, por ejemplo, ha podido ser presen­tado como mensaje de esperanza: «en dos décadas es posible erradi­car la pobreza», lo cual lleva a que en la conciencia colectiva se encu­bra su escalofriante contenido. Y lleva también a ignorar lo que dijo Walter Franco, experto de Naciones Unidas, cuando se publicó el informe: «está en declive la voluntad internacional de cooperación». La injusticia que produce la pobreza necesita del encubrimiento y del olvido, y recurre a la «mentira institucionalizada». El lenguaje encubre la realidad («países en vías de desarrollo», «población de escasos recursos») para ocultar situaciones de aberración inhumana. Se ha hablado de «guerras» en Centroamérica, lo cual es verdad, pero con ello se encubre la represión y el terrorismo (también y sobre todo de Estado), siendo así que esto no debe ser subsumido bajo el concepto más civilizado y aceptado de «guerra», pues la re­presión estatal no está tanto en la línea del operar bélico, sino en la del holocausto. Encubrimiento —burdo, pero real— es también el que los agentes de esta violencia y de su injusticia originante (repre­sión y guerra) sean organizaciones e instancias muchas veces acepta­das en el mundo occidental, propuestas incluso como modelo a los países del Tercer Mundo: gobiernos y oligarquías locales (business community) animados y apoyados en el caso centroamericano por el gobierno de Estados Unidos, su ejército, la CIA... Y cuando el encubrimiento no tiene éxito, entonces necesita de la amnistía, la de los militares sobre todo, «los perdonados de siempre», como dice Mario Benedetti. La pobreza, por último, es la forma de violencia más duradera y es también la violencia que se comete con mayor impunidad. Ante holocaustos y masacres —a veces— hay Nüren­bergs, pero no los hay ante la depredación del continente latino­americano o ante el expolio del continente africano. ¿A qué Tribu­nal pedir cuentas de los 35 o 40 millones de seres humanos que anualmente mueren de hambre o de enfermedades relacionadas con el hambre? Y lo más irritante es que hoy es posible eliminar la po­breza... Ésta es la perspectiva.

2.2. Lo meta-paradigmático en la cristología

Todo esto debiera ser inocultable e interpelante. Pero no lo es. Hace pocos años decía J. B. Metz que “se está difundiendo una posmo­dernidad cotidiana de los corazones que arrumba la pobreza y la miseria del llamado Tercer Mundo en una mayor lejanía sin sem­blante”[2]. En la actualidad se extiende un ambiente psico-social, cul­tural, filosófico incluso, que, a la hora de la verdad, no hace central a las víctimas en cuanto tales, siendo así que éstas siguen siendo «el gran relato» a los ojos de Dios. Para describir este ambiente del espí­ritu de nuestro tiempo basten estas palabras de Pedro Casaldáliga, que, al menos leídas desde El Salvador, ponen el dedo en la llaga:
Algunos creen que ya es hora de cambiar nuestros paradigmas. Y hasta les parece que los mártires estorban en esta memoria postmo­derna o postmilitante. Al aire de la decepción, amigos y enemigos vienen lanzando tres preguntas provocadoras: ¿qué queda del so­cialismo?, ¿qué queda de la teología de la liberación?, ¿qué queda de la opción por los pobres? Espero que no acabemos preguntándo­nos qué queda del evangelio ... [3].

Espero, añadimos nosotros, que no acabemos preguntándonos «qué queda de las víctimas».
En medio de esta cultura light siempre me viene a la mente I. Ella­curía. Se preguntaba él por el signo de los tiempos (es decir, por aquello que caracteriza a una época y en lo que se hace presente Dios) y respondía que ese signo es siempre el pueblo crucificado, despojado de vida, aunque varíe la forma de su crucifixión. ¿Es este «siem­pre» verdad, la gran verdad a lo largo de la historia, o es formulación exagerada, comprensible en la época de inicios de los ochenta, pero ya superada? Ésta nos parece ser la pregunta esencial, y es la que suele quedar encubierta en la actualidad.

Aceptamos que ha caído el socialismo, que las revoluciones en América latina no han tenido éxito, o no de la forma que muchos esperaban. Aceptemos incluso que somos una aldea planetaria y que se ha impuesto la globalización. Esto, sin embargo, nada dice todavía sobre si existe algo meta-paradigmático en el cristianismo que se deba mantener a través y en contra de los cambios. Dicho de otra forma, nos preguntamos si existe algo que, aunque tenga que res­ponder ante los cambios, tiene la capacidad de potenciar lo positivo, operar contraculturalmente, desenmascarar pecado y encontrar bon­dad en cualquier paradigma.

También en el Nuevo Testamento hay diversidad de visiones según tiempos y lugares, pero algo se mantiene como central. El amor y defensa de Dios a los débiles de este mundo y la condena del pecado y de los opresores que los producen. Esto último quedó for­mulado como «asesinato y mentira», y por este orden (Juan), como «oprimir la verdad» y actuar con «arrogancia ante Dios» (Pablo), como «servir al dinero y aborrecer a Dios», como «poner cargas in­tolerables» (Jesús). Esto no ha cambiado a lo largo de la historia: la arrogancia ante Dios (suicidio del espíritu), y la opresión, el dar muerte al otro (homicidio). Volviendo a nuestro mundo, los cam­bios no han hecho cambiar «el peso de lo real». Por eso nos parece peligroso apelar, precipitadamente, al cambio de paradigma.

Volvamos a la pregunta desde la cristología. ¿Hay algo en ella de meta-paradigmático? La respuesta es un sí convencido, y su con­tenido central es la relación entre «Jesús y los pobres», entre «Jesús y las víctimas». Esto ya lo han dicho otros, aunque sea por implicación, al preguntarse «cómo hacer teología después de Auschwitz». Y han respondido que «no es posible hacer teología pasando por alto Auschwitz». Auschwitz es, pues, meta-paradigmático, es una forma poderosa de recordar la relación esencial entre Dios y las víctimas.

Los seres humanos, sin embargo, somos dados a olvidar y somos capaces de estropearlo todo. Incluso podemos utilizar el recuerdo de Auschwitz para dar la impresión de que, aunque horrible, es cosa del pasado, y podemos proclamar que en el nuevo paradigma ya no tienen por qué estar centralmente presentes los Auschwitz recientes, los nuestros. Auschwitz fue la vergüenza de la humanidad hace me­dio siglo. Centroamérica, Bosnia, Timor del Este, los Grandes La­gos, la muerte por hambre y, ahora, por exclusión de decenas de millones de seres humanos siguen siendo la vergüenza de la humani­dad en nuestros días.

Pues bien, estas víctimas son las que operan como perspectiva de nuestra reflexión. No ofrecen una solución mecánica a la com­prensión de los textos cristológicos, por supuesto, pero sí aportan sospechas, preguntas y luces que hacen que los textos sobre Jesu­cristo den más de sí. De ahí, por ejemplo, que desde ellas exprese­mos nuestra preocupación recurrente por la devaluación y la des­aparición del reino de Dios. No llegó, pero sí llegó el mediador, lo cual llevó a que las cristologías se centrasen en la persona de Cristo e ignorasen la causa de Jesús, que es el reino de Dios para los pobres. El reino quedó reducido a la persona de Jesús o a su resurrección. Fue sustituido espuriamente, y a veces pecaminosamente, por la Igle­sia. Su destinatario fue universalizado, y los pobres perdieron cen­tralidad histórica y teologal.
Y también desde las víctimas la reflexión cristológica se hace más práxica, mistagógica y existencial.

2.3. ¿Es posible asumir la perspectiva de las víctimas?

La perspectiva de las víctimas es necesaria para la teología, pero ¿es posible? Ésa es la pregunta personal que me he hecho muchas veces y que ahora quiero explicitar. Creo yo que los seres humanos nos dividimos en dos grandes grupos: aquellos que dan (y damos) la vi­da por supuesto y aquellos que lo que no dan por supuesto es la vida, y en mi opinión según se esté en uno u otro de los grupos mencionados se ven las cosas de diferente manera. Cómo se com­prenden los derechos humanos, la democracia, la libertad, instituciones como la banca, el aparato de justicia, la fuerza armada... varía grandemente según se esté en uno u otro grupo. Y esto creo yo que vale también en lo sustancial para la comprensión de la religión, de la Iglesia, de la fe, de la oración, de la esperanza... En definitiva, de la vida y de la muerte.

Esta dificultad de asumir la perspectiva de las víctimas lleva tam­bién a una paradoja que, en lo personal, me ha hecho pensar y que quiero simplemente exponer: los privilegiados de Dios y destinata­rios primarios de su revelación, los pobres y las víctimas, no pueden hacer teología (en el sentido en que ésta se entiende convencional­mente). Y los que podemos hacer teología somos los no-pobres, no-víctimas. Entonces, ¿podemos los no-víctimas hacer teología cristia­na desde la perspectiva de las víctimas?

Lo que puede ocurrir es algo análogo a la Horizontsverschmel­zung (entrelazamiento de horizontes) entre la fe de las víctimas, campesinos, hombres y mujeres sencillas, y la de líderes religiosos, pas­tores y pensadores más estudiados. Y creo —y espero— que eso ha ocurrido de alguna forma. En el sufrimiento de la opresión y la es­peranza de la liberación, ambas formas de fe, histórica y existencial­mente distintas, pueden converger. Entonces, en la solidaridad con las víctimas, en el llevarse mutuamente en la fe, se abren los ojos de las no-víctimas para ver las cosas de diferente manera. Que esa nue­va visión coincida a cabalidad con la de las víctimas es algo que, pienso yo, nunca llegaremos a saber del todo. Pero creo que nuestra perspectiva puede cambiar porque las víctimas nos ofrecen una luz específica para «ver» lo que llamamos «objetos» de la teología: Dios, Cristo, gracia, pecado, justicia, esperanza, encarnación, utopía... Los pobres y las víctimas aportan a la teología algo más importante que contenidos: aportan luz para que los contenidos puedan ser vistos adecuadamente.

Terminemos. La perspectiva de las víctimas ayuda a leer los textos cristológicos y a conocer mejor a Jesucristo. Por otra parte, ese Jesucristo así conocido ayuda a conocer mejor a las víctimas y, sobre todo, a trabajar en su defensa. Un Dios y un Cristo parciales hacia ellas llevan a hacer teología «en defensa de las víctimas», en lo cual la cristología se juega su relevancia en el mundo de hoy. Y lleva también a introducir al pobre y a la víctima en el ámbito de la realidad teo-logal, no sólo ética, en lo cual la teología se juega su identidad.

Esto nos parece esencial para la teología y para la fe. En el Nue­vo Testamento se relacionó al pecador teo-logalmente, valga la re­dundancia, con Dios: «Dios justifica al impío, perdona al pecador por gracia», y así la teología hizo central la realidad del pecado y del pecador. Hoy hay que insistir en otra relación teologal, la relación entre pobre y Dios: «Dios ama al pobre por el mero hecho de serlo», y así la teología debe hacer central al pobre y a la pobreza. De esta manera se enriquece la fe cristiana y se lleva a cabo de mejor manera la tarea de bajar de la cruz a los crucificados de la historia.

Y una última observación. Seguimos haciendo a las víctimas cen­trales en la fe y en la teología para ir contra la corriente que trata de ignorarlas, como hemos dicho. Pero hay algo más profundo. Los pobres y las víctimas de este mundo son, por los valores que tienen —muchas veces— y por lo que son —siempre—, sacramentos de Dios y presencia de Jesucristo entre nosotros. Ofrecen luz y utopía, interpelación y exigencia de conversión, acogida y perdón. Con esto acabábamos nuestro anterior libro al hablar de la salvación que nos trae el pueblo crucificado, la soteriología histórica que decía Ignacio Ellacuría. Y cuando a esas víctimas las llamamos mártires es que reproducen la vida y muerte de Jesús, y son una poderosa luz.

Al mantener a las víctimas en el centro de la teología, no quere­mos ser obsoletos obstinados ni masoquistas impenitentes. Quere­mos ser honrados con la realidad y responsables ante ella. Y quere­mos ser cristianos que ofrecen una buena noticia: Dios y su Cristo están presentes en nuestro mundo, y están no en cualquier lugar, sino allá donde dijeron que iban a estar: en los pobres y víctimas de este mundo. De esta manera, pensamos, se puede hacer teología, y cristología, como intellectus amoris —la praxis de liberar a las vícti­mas— y como intellectus gratiae, desde la gracia que se nos ha dado en ellas. A todo ello este libro quisiera ser un modesto aporte, poner un granito de arena.


San Salvador Enero, 1999
21


[1] Trotta, Madrid, '1991, 1997. A lo largo de la obra citaremos por esta edición.
[2] Teología europea y teología de la liberación», en J. Comblin, J. I. González Faus y J. Sobrino (eds.), Cambio social y pensamiento cristiano en América latina, Madrid, 1993, p. 268.
[3] El cuerno del Jubileo, Madrid, 1998, p. 7.

1 comentario:

  1. Los pobres crucificados solo queremos empatia de nuestros congéneres para que algún día sea la humanidad parte del Cristo Cósmico como esperaba Teilhard de Chardain

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